Una reflexión profunda sobre la vejez y sobre la vecindad de la muerte en la vida. Una historia bizarra y sobrecogedora que da pie a la mente del viejo triste Eguchi a naufragar en las aguas de su memoria. Las mujeres de su pasado, la muerte y la vida misma se le manifiestan mientras yace junto a jóvenes mujeres narcotizadas que conforman el séquito de la casa de las bellas durmientes.
“No era una muñeca viviente, pues no podía haber muñecas vivientes; pero, para que no se avergonzara de un viejo que ya no era hombre, había sido convertida en juguete viviente. No, un juguete, no: para los viejos podía ser la vida misma.”
La soledad y la tristeza pesada de los ancianos y la conjunta, y casi universal, idea de la vejez como etapa ineficaz, lastimera y vertida de fealdad que hace a una sociedad cruel excluirlos y llevarlos al punto de pagar por la compañía de mujeres dormidas (drogadas para no despertar por horas) con las cuales calentar una noche… los ancianos ya no son hombres, sino pertenecen a una nueva estirpe que se esconde en la negritud de la noche y se arropa con la sangre caliente de jóvenes que tienen que estar narcotizadas para poder convivir desde el silencio con esta especie en extinción, literalmente.
Novela sencilla y breve pero lo suficientemente compleja como para ser recordada. Al final la muerte, yace a los pies de todos: ancianos y jóvenes.
Dice Yukio Mishima: “Las técnicas habituales de diálogo y descripción de personajes son inútiles en La casa de las bellas durmientes porque las muchachas están dormidas. Debe ser muy raro en la literatura comunicar una sensación tan viva de vida individual mediante descripciones de figuras dormidas”.
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