25 de octubre de 2007

Miércoles 24 de octubre


¿Soy yo quien escribe estas palabras o es mi educación, mi contexto, mi vida simulada y alterada por todo menos yo misma?

Qué tragedia la del hombre revelada en mí, de la consciencia de la inconsciencia, la conciencia de lo efímero y de la finitud, la conciencia de la racionalidad y la animalidad (que tantos tratados ha provocado), la conciencia de lo absurdo del mito llamado ser humano.

“El hombre está condenado a inventarse a sí mismo” dice una voz difusa; pero no se refiere al yo, nunca al yo; sino al “hombre” como abstracción, al hombre como invento del hombre que moldea y crea artificialmente, y que ahora no sé cuál fue primero.

Nunca nos inventamos nosotros mismos, somos inventados por el otro y los millones de otros anteriores, que a su vez inventaron a ese otro y a otros más. Y así una lista interminable de nombres anónimos que se disuelven en mi lenta pero constantemente. ¿Cómo poder negar su presencia? Es genuina mi pregunta y te pregunto nuevamente, ¿cómo?

Una simple pregunta se convierte en un abismo de confusiones que me llevan de una a otra idea en milésimas de segundo, y que por lo tanto no puedo escribirlas todas.
Qué pena.
Es como si el tiempo en el pensamiento no existiera, y sin embargo existe cuando despierto de mis remolinos internos.

Y así las palabras se agotan y este tema escrito, pensado y tratado tantas veces me parece de pronto una estupidez; pero no puedo evitar sentir una profunda tristeza.

La palabra yo, ahora lo comprendo, es un arreglo lingüístico y retórico que no está sustentado en algo real. Es un fantasma que me incomoda, que existe sólo como palabra pero que sigo usando de forma implícita o explícitamente.

Horas de evasión y silencio; y después inconsciencia. Ahora es tiempo de dormir y después todo vuelve a empezar, probablemente no en mí pero sí en ti o en otro, seguramente en otro.

8 de octubre de 2007

La balada de Narayama, de Imamura Shohei

Es un cliché de miedo, pero esta película retrata la condición del hombre, en su no lugar (su falta de naturaleza determinada, su falta de definición factual y contundente); en su devenir entre eternidad y mortalidad (entre vida y muerte), entre animalidad y racionalidad, entre pragmatismo y espiritualidad.

Sin duda, esta película es una representación cruda del ser humano, que se aferra a sus mitos y rituales para concebir a la muerte como un proceso natural que los desprende de la animalidad con la que viven en la vida cotidiana.

Alejándose de visiones que pintaban a un Japón colorido y tradicionalista con samuráis y geishas, La balada de Narayama apela a un exceso de realismo en donde se muestran a personajes viviendo en los límites del “barbarismo” pero sin perder la espiritualidad ligada a la muerte.

Pero más allá de ser un tratado antropológico de la cosmovisión escatológica de una cultura en particular, es un recordatorio de la tensión constante que desgarra al hombre en su interior (como dice Descartes, el hombre es un ser “entre Dios y la nada”) y que constituye el complejo entramado de ser humano; en donde los instintos de supervivencia conforman el motor intrínseco de la especie humana; sin olvidar su parte mitológica (que, en la película plantean, está altamente alimentada de los elementos pragmáticos de la realidad).

La temática de la película plantea un aspecto interesante, que implica el desarrollo de culturas que dependen enteramente de las condiciónes externas para la superviviencia. El problema de reducir al hombre en términos pragmáticos y de supervivencia, es que el ser humano improductivo o “inútil” se torna en elemento desechable, que como proceso natural ceden su lugar a nuevas generaciones.

La consideración del homo faber, plantea que el hombre es su trabajo; simplificando ese lugar del humano. Este concepto que pretende mostrar la naturaleza del hombre, puede derivar en la marginación del anciano, que ya no puede producir; y por lo tanto, pierde su razón de ser, pierde SU ser.

El hombre, no como homo sapiens, no como homo faber, homo economicus u homo demens; sino como un peregrino entre su pueblo y la montaña, que ha perdido su lugar.

Dirigida por Imamura Shohei en 1983; se deslinda de la imagen mediática tradicional del venerado Japón, optando por un construir (nunca retratar) una cultura primigenia que “ignora” los designios de la “civilización”.

2 de octubre de 2007

Juan Rulfo


Juan Rulfo, oriundo de Jalisco, es autor de lengua sencilla, fluida y visual, que a modo de fatal oráculo o demiurgo totalitarista, crea a costa de su pluma, un México mágico y misterioso a modo de eterno purgatorio que se condena de forma intrínseca, cual serpiente mítica que se devora a sí misma.

El fatalismo y la tragedia (que ello conlleva), es un tema recurrente en la literatura de Rulfo, que retomando a los pilares de Occidente con renovado lenguaje, presenta como evidente el huracán del universo humano: la ciclicidad, y por lo tanto, la imposibilidad del hombre de cambiar su sino. ¿Qué peor castigo a un ser que anida en su parte inmaterial, el deseo de libertad?

Sin embargo, en Rulfo, la falta de libertad del individuo no es castigo cósmico, sino condena auto impuesta. Condena impuesta por una tradición asfixiante e irreparable; como árbol que roza el viento en lo alto, pero se encadena eternamente en lo profundo del suelo. Sin duda, uno de mis escritores favoritos; de México y del mundo.


Aqui les pongo un fragmento de uno de sus mejores cuentos, en donde podemos observar las caracteristicas más notorias de este gran escritor.


"Luvina"
JUAN RULFO


De los cerros altos del sur, el de
Luvina es el más alto y el más pedregoso
. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.

...Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.

-Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.

El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.

Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.

Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas. Y afuera seguía avanzando la noche.

-¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre. Después añadió:

-Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto...

Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”

Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:

-Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.

“...Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”

Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:

-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.

“...Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo... siempre.

”Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”

Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.


El resto del cuento pueden verlo en http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/rulfo/luvina.htm