30 de septiembre de 2007

"Felicidad clandestina", de Clarice Lispector



Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.

Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras.

¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.

26 de septiembre de 2007

Chiapas


Más allá del símbolo abstracto que hoy en día representa Chiapas en México y en el mundo; asumiendo un papel emblemático en la lucha por el indigenismo y la rebelión armada contra un gobierno que les ha dado la espalda; este estado regala una gran cantidad de paisajes hermosos y rostros entrañables.

Con mochila al hombro, una de mis mejores amigas y yo, nos aventuramos a un viaje que duró siete días por algunos de los lugares más especiales de Chiapas. Con sólo un día de planeación previa, trazamos a priori una ruta que atravesara determinados puntos clave en la enigmática geografía de un estado bañado de bellezas naturales y de vestigios culturales que revelan una historia que constituye parte integrante de la identidad mexicana.

Al llegar encontré que, más que las huellas dejadas por una cultura del pasado, se trataba de una cultura viva, refrescante y diferente a lo que existió en el pasado. Los chiapanecos no eran fósiles vivientes de una forma de vida prehispánica, sino seres humanos que se encuentran insertos en una situación afectada por todos los procesos culturales, económicos y sociales en el mismo país y en resto del globo.

Odié el hecho de llegar con una imagen preconcebida (no en forma negativa, sino idealizada) de lo que vería en Chiapas: frágiles testigos de un pasado de esplendor viviendo aislados de la modernidad (o posmodernidad para otros), un estado militar represivo por todos los caminos, etc.

Pero no. Esa imagen lastimera es la peor visión que se puede tener de un lugar tan complejo y cálido (a la vez) como lo es Chiapas: un estado colorido, con gente amable y sin problemas de seguridad a los turistas. Todo esto y un mágico espesor que impregnaba el aire de frescura en pulmones tan contaminados como los de alguien que vive en la ciudad.No puedo decir mucho de Chiapas. Lo que sentí y viví fue más afectivo que racional y por lo tanto de ahí me llevo una experiencia llena de sabores, olores e imágenes inigualables que se impregnan en mi memoria sensitiva como una huella que, ruego jamás desaparezca.

Desde Tuxtla Gutiérrez, Chiapa de Corzo (y por su puesto el Cañón del Sumidero), Las cascadas de Agua Azul, Chorradero, Palenque (habiéndonos hospedado en un rincón de la selva junto a las ruinas – las cabañas de El Panchán-), Comitán, los Lagos de Montebello y, sobre todo, San Bartolomé de las casas; Chiapas es un lugar que todo viajero con intereses culturales y/o aventureros debe conocer.

Regresar a casa, dejando a tras ese cúmulo de sensaciones que me revelaban que Chiapas fue mía por siete días, fue una reafirmación de la fragilidad de los momentos más bellos que vivimos: son finitos.

Estas son algunas de las fotos de mi viaje.


"Retrato proletario", de William Carlos Williams

[Fotografía de Patricia Nieto]



Retrato proletario

Una joven alta sin sombrero
con delantal

Su pelo recogido atrás parada
en la calle

Un pie en calcetín la punta
en la acera

Su zapato en la mano. Mirando
atentamente adentro

Le saca la plantilla de papel
para dar con el clavo

Que la ha estado lastimando.

– William Carlos Williams