Aunque muchos críticos han dado fe de las carencias narrativas de las novelas y relatos en que Sir Arthur Conan Doyle introduce al personaje que aseguró su inmortalidad en las letras inglesas, es fácil advertir la genialidad del escritor escoses que creó una figura arquetípica del hombre pragmático y lógico que hablaba de lo que sabía e ignoraba que “la Tierra gira alrededor del Sol” (Diría Watson, “su ignorancia es tan impresionante como sus conocimientos”).
Se trata, evidentemente, de Sherlock Holmes; el detective privado que resuelve casos mediante la lógica deductiva y la observación. Estudio en Escarlata (1887) es la primera aventura publicada del singular detective y de su contraparte de mente promedio y conducta bondadosa, el Doctor Watson. De esta manera, se gestó una pareja que ha trascendido las fronteras de la ficción para instaurarse en el inconciente colectivo y en la cultura popular. “Elemental, mi querido Watson”.
Dice Juan Antonio Molina: “Aunque no haya en él ni la humanidad, ni la profundidad psicológica, ni el conocimiento del corazón humano de los más conseguidos personajes de Dickens, Hardy, Flaubert o Emily Bontë, sin embargo es tan verosímil como cualquiera de ellos. Tiene vida propia. Para los que no estuvieron allí, el Londres de las dos últimas décadas del siglo XIX es el Londres de Holmes, y nadie que pase por Baker Street hoy en día puede evitar alzar la vista buscando vanamente el número mágico”.
Es en Estudio en Escarlata, de la mano del cronista y narrador de las subsecuentes aventuras de Sherlock Holmes, el Doctor Watson (médico castrense que sirvió en la guerra de Afganistán) conoce al singular detective y se deciden a rentar la mítica vivienda que ambos compartirían por muchos años: el 221B de Baker Street.
En el borrador de la novela, Conan Doyle la tituló inicialmente Una madeja enmarañada y se publicó en el anuario navideño de Ward & Lock; lo que significó el nacimiento literario de un personaje que sobreviviría al tiempo y abatiría las fronteras del espacio. Esta novela corta es el primer eslabón que constituirá la obra completa Holmesiana, con un total de 60 relatos (4 largos y 54 cortos) que es conocida como El Canon.
Pese a estar escrita en tiempos de la moral victoriana, ya ajenos a nuestro estilo de vida del siglo XXI, me pareció una novela atemporal en que su encantador protagonista, con su humor negro y sardónico que lo caracterizan, esboza los primeros lineamientos de su filosofía y de su pensamiento, y su afán de callarse los detalles para darlos a conocer cuando ha resuelto el caso. “Como usted sabe, un prestidigitador deja de tener crédito en cuanto explica su truco; si le muestro mi método de trabajo más de lo conveniente sacará usted la conclusión de que, después de todo, soy un tipo bastante normal”.
Aunque quizá, para el lector contemporáneo le resulte un tanto inocente el asombro de Watson ante los casos que Holmes resuelve como acertijos, es un deleite leer los comentarios sarcásticos del singular personaje y ser testigo del inicio de un ente ficticio tan real como lo es Holmes. “En la madeja incolora de la vida hay una hebra escarlata para el asesinato, y es deber nuestro desenredarla, aislarla y poner al descubierto hasta el menor detalle de la misma”.
Se trata, pues, de una novela corta bastante disfrutable que deja ver las grandes virtudes de Sir Arthur Conan Doyle como narrador, además de ser la obra en donde podemos contemplar el nacimiento de un héroe victoriano de la Londres del siglo XIX que se convirtió en una figura universal; que nos dice mucho, si observamos de manera holmesiana, sobre su época (entendida con la filosofía moderna fundamentada en el ego cogito de Descartes y en el empirismo inglés) y sobre el propio hombre.
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